Dependencia o Independencia
Autora: Loren Fernandez
I
Creí que Carlos era el hombre de mi vida. Que esta vez había acertado. Ahora, después de un año juntos, me dice que no quiere ataduras. Que me pongo muy pesada con eso del compromiso. Que no hace falta que pasemos todos los fines de semana juntos ni que estemos llamándonos por teléfono cada día. Sí, no sé, tal vez tenga razón. La libertad y esas cosas. Yo no quiero que se sienta obligado a nada, pero estoy cerca de los treinta y me gustaría tener una pareja con la que hacer proyectos. Formar una familia. Sentirme segura. Él dice que eso son tópicos, lo que se espera de mí, no lo que yo deseo de verdad. Sí, puede ser. Me gustaría, al menos, sentir que me quiere tanto como yo a él.
Mi madre me mira con gesto torcido. “Ya te lo decía yo; ese hombre es de los que se cree el centro del mundo, otro que te u
tiliza y luego te deja tirada como un trapo”. Mi madre me dice eso, porque es lo que le ocurrió a ella. A nosotras. Y porque me conoce bien. Le gustaría que yo fuese como mi hermana Paula, que tiene dos hijos y una peluquería y un marido que es como un perro faldero. Pero aquí la perrilla faldera soy siempre yo.
El viernes Carlos estuvo en casa. Tuvimos una bronca por culpa de una multa que le pusieron con mi coche. Dice que soy
una mujer preciosa y dulce, pero que me pongo histérica con cualquier tontería y eso le aleja de mí. Espero que se le pase el enfado: durmió conmigo y
el sexo suele aplacarle, unirnos de nuevo. Le despedí en la puerta con un “No me dejes nunca”;”Te llamo mañana, gatita”, me contestó.
El resto del fin de semana me lo pasé sola en casa, viendo series y comiendo helado de chocolate, por si él llamaba a la puerta de nuevo. Ya no me fío del teléfono. De que no esté estropeado el mío, de que no se haya quedado sin cobertura el suyo. Porque ni el teléfono ni el wassap han sonado. Bueno, llamó Marta por si quería irme al cine con ellas. Yo mentí, le dije que había quedado con Carlos.
Me dio vergüenza confesar que estoy otra vez colgada de un hombre. Sufro, pero ¿acaso el amor no es eso? ¿Darlo todo incondicionalmente? ¿Sufrir y esperar a que él se dé cuenta de que me necesita, porque nadie le querrá como yo? ¿No es mejor el sexo después de una reconciliación? ¿No es esto pasión? Eso escucho en todas las canciones aquí, echada en el sofá, sin fuerzas para desayunar, vestirme y coger el coche para ir a la oficina. El lunes ha amanecido, pero yo no.
II
Mi hermana me ha convencido de ir a terapia. Está preocupada porque teme que me echen del trabajo y porque he engordado diez kilos. En el fondo me tiene envidia: ella nunca ha sentido lo que es un amor como este.
El terapeuta me dice que va a acompañarme en el duelo. ¿El duelo? ¿Qué duelo? Yo no he perdido a Carlos. No del todo. Lo que quiero del psicólogo es que me diga qué he hecho mal para alejarle de mí, qué debo hacer para que regrese. O que me ayude a que no me importe que Carlos solo me busque ya para echar un polvo (cuándo, dónde y como quiere), pedirme el coche o que le diga lo maravilloso que es. O, como mínimo, que me dé algún remed
io para sacármelo de la cabeza cuando el dolor es insoportable, aunque sea a golpes contra la pared.
III
Van pasando los meses y lo que tengo ya con Carlos son migajas que no se le darían ni a un perro. El terapeuta me dice que, simplemente, ahora me doy cuenta de que lo son, porque me valoro más. Sé que merezco más. Me doy cuenta de que si alguien te quiere no te hace sufrir. Si me quisiera habría respetado mi súplica: no llamarme más. Romper este ciclo interminable. Me llama con la excusa de saber si estoy mejor. Luego tiende sus redes. Un café en el parque. Una cena por los viejos tiempos. Terminamos en la cama y yo, al día siguiente, más hundida aún en mi soledad. En el sentimiento de ser un trapo. Prisionera.
He vuelto a salir con Marta y las otras chicas. Ahora sé que cuando me dicen “No seas tonta y mándale a la mierda”, no me están juzgando. Me están diciendo que en mí hay también una mujer inteligente y fuerte que sabe lo que le conviene y lo que no; y que ellas estarán allí para apoyarme. Incluso cuando vuelvo a caer. Creen en mí como Carlos nunca creyó. La verdad, yo también comienzo a creer en mí. Y a no avergonzarme por sentir lo que siento.
Hoy he borrado su número de teléfono y he bloqueado su wassap. Camino más erguida, como si me hubiese quitado una losa de la espalda. Me ha temblado el pulso, claro. No sé cómo va a reaccionar él. ¿Con burlas? ¿Indignado? ¿Como víctima? Tengo miedo a cualquier cosa. Puede que las utilice todas. O la simple indiferencia. Pero ya he aprendido en terapia a desmontar cada uno de esos miedos. A saber que tengo derecho a tener una relación como la que yo desee tener, sin sentirme culpable por no pensar lo mismo que él.
Con el teléfono, he cortado la última cuerda. Hoy me siento libre. Sí, mañana volveré a llorar, cuando me dé cuenta de que le he echado definitivamente de mi vida y sienta de nuevo la soledad, el síndrome de abstinencia, la antigua necesidad de sufrir para amar. Un camino duro. Pero más duro es seguir sufriendo indefinidamente. Ahora sé que merezco amor, y que amor no es dolor. Y voy comenzando a quererme yo misma casi lo suficiente como para nutrirme.
Tal vez sea el momento de empezar con ese duelo. ¿Vamos allá?
IV
En julio estuve con mis amigas en París. El día catorce me di cuenta de que llevaba veinticuatro horas sin pensar en Carlos. Lo celebramos con agua con burbujas, que el champán está allí imposible. Y, no sé por qué, decidí vender el coche y comprarme una moto.
Esta tarde volvía del trabajo cuando le he visto. Parado delante del portal. Paseando impaciente arriba y abajo. Más de un año sin verle. He parado la moto en la acera, sin decidir si quitarme el casco o no. Las piernas me temblaban y no podía respirar. El amor y el dolor pasados se enredaban formando un nudo en mi estómago. He vuelto a arrancar la moto y he tirado calle arriba, con lágrimas de rabia, por no haber sido capaz de enfrentarme a él.
Me paro bien lejos, en el parque del río. Me quito el casco, respiro a pleno pulmón, me tumbo en la hierba… y me echo a reír, con una carcajada fresca y valiente que me deshace la angustia. Claro que me he enfrentado: He sido capaz de no echar a correr hacia sus brazos… ¡si no en dirección contraria!