Esconderse del dolor
Autora: Loren Fernandez
Nacional VI. Ocho de la tarde. Elena siente que está a punto de suceder de nuevo. Las pupilas se le han dilatado, no puede ver la carretera con claridad. El corazón se le desboca con una taquicardia que le ahoga. Las manos le sudan y le tiemblan, inseguras, sobre el volante. Se marea. Siente que ha perdido el control de su cuerpo, que podría estar teniendo un infarto, desmayarse o perder la visión de la línea continua y estrellarse contra el quitamiedos. Pero teme que, si se detiene en el arcén como le han aconsejado, podría ocurrir algo aún peor. Algo sin retorno.Le gustaría cerrar los ojos y que el peligro y el miedo desaparecieran. Esconderse, asustada, detrás de las cortinas, como cuando tenía tan solo cuatro años y vio discutir a sus padres, desnudos y gritando, haciéndose daño de verdad. Nunca pudo hablar de ello, A partir de entonces aprendió a callar, a esconder todo lo que fuera incómodo, malo o angustioso. Imaginó que si se volvía invisible, sorda, ciega, aquello no estaba ocurriendo. Y, a partir de entonces, todo fue bien. Tal vez.
Pero ahora no puede esconderse. Veinte años evitando sufrir, hasta que la ansiedad y los problemas la enfrentan a la vida, quieren obligarla a salir de detrás de las cortinas. La carretera es un peligro real, un peligro ante el que está sola, sin el amor de su padre ni la serenidad de su madre ni la seguridad de su novio, Luis. Tiene que esforzarse para ver la carretera y escuchar los movimientos de los otros vehículos. No puede volver la vista hacia los campos verdes ni escuchar el bullicio del vuelo de los vencejos. Como entonces, pequeña y escondida detrás de unas cortinas, cuando se obligó a no ver lo feo.
Otra vez ese recuerdo. Ya se lo imaginaba. Iniciar otra terapia no era más que volver a contar aquello a otro sabueso que escarbaría en sus recuerdos, removiendo la basura para que apestase de nuevo y ensuciando lo hermoso: La casa de Tarifa, salir libre, divertirse; su madre que siempre sabe lo que hay que hacer, serena y alegre. La inmensa finca de su padre; ser su nena linda; sus abrazos, sus caprichos, su atención, siempre satisfechos. El amor de su novio. Ahora todo se mezcla con discusiones que nunca se explicaron, escenas negadas, sonrisas de conveniencia, mentiras silenciosas y silencios como cortinas opacas. Los recuerdos se mezclan, se renuevan, se ensucian con miedos, incertidumbre, sospechas, y le oprimen el pecho sin dejarla respirar. Vivir.
Aunque el pecho ya se le hundía en la ansiedad y el descontrol antes de que la terapia volviera a remover lo que estaba tan cansada de remover. Y este terapeuta iba desgajando las capas con mimo. Pero ¿de qué iba a servir aquello? ¿Tal vez para ver a su padre con ojos turbios? ¿Para cuestionar a su madre? ¿Para terminar con su novio una relación que quizás solo fallaba por culpa de sus propios celos? Abrir los ojos y detenerse en el arcén. Siempre le ha parecido lo más difícil.
Ahora no hay otro remedio.
La carretera se vuelve una borrosa franja gris recorrida por estelas de colores. Elena suelta el pie del acelerador. Se concentra. En el presente. Controla la respiración como le ha enseñado su terapeuta. “Venga, Elena. Ahora necesitas los ojos bien abiertos”, se dice a sí misma. Da el intermitente derecho y se va aproximando al arcén. Los coches pasan a su lado dejando un golpe de viento que hace vibrar la chapa de su refugio. Abandona los brazos y la cabeza sobre el volante. Respira profundamente. Y llora. Hasta que va serenándose. “Tengo derecho a sentirme así. Tengo derecho a sentirme. Y lo puedo controlar”.
Luis. Pero Elena está ahora reviviendo cómo esta mañana Luis colgó inmediatamente el móvil, con un gesto de sobresalto, cuando ella entró en la habitación “Era alguien que se ha equivocado”, explicó. “¿Será la misma que se olvidó la compresa en tu coche?” le dijo ella. Y, casi inmediatamente, se arrepintió. Comenzaron los gritos, las acusaciones de celos infundados, los desprecios. La sensación de que Luis va a abandonarla si no es capaz de controlar sus emociones. De no saber qué es real y qué se inventa ella. O él. De estar volviéndose loca.
Le habría gustado entonces tener unas cortinas largas y tupidas detrás de las que esconderse, hacerse muy pequeña, cerrar los ojos. Ser ciega. Invisible. Pero ahora está en el arcén de una autopista, los coches pitan y dan las luces al pasar junto a ella, recordándola que no es invisible. Y que aún está en peligro: podrían chocar contra ella; comienza a anochecer.
“Tengo derecho a estar aquí, ¡me siento maaal!”, les grita con rabia. El corazón vuelve a acelerarse. “Controla, Elena, controla. Tienes derecho a estar aquí. A sentirte como te sientes”. No, no va a llamar a Luis. Está segura de que la ayudaría. La ayudaría a salir de una autopista y de un ataque de ansiedad. Pero no la ayudará a abrir los ojos para que nadie tenga que volverla a sacar de una crisis. Unas cortinas que se cierran. Una autopista. Una sospecha. Una cadena interminable de mentiras.
“Tengo derecho a estar aquí. A reconocer cómo me siento”. Eso dice su terapeuta. Abre el bolso, saca un pañuelo de papel, se suena y lo lanza al suelo. Ahora saca el móvil y busca un número que no es el de Luis. Una sonrisa se refleja en el empañado cristal mientras pulsa el botón de llamada. El teléfono da señal. Elena respira profundamente. Controla. Salta el contestador.
“Hola, soy Elena. Ahora estoy en un pequeño apuro, pero no te llamaba por eso. Era por si podías volver a darme la cita de los jueves, la que anulé. Estoy dispuesta a mirar detrás de las cortinas”.