La tristeza es una herida, un vacío, una culpa

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Autora: Loren Fernandez

Hola, José Luis ¿Te acuerdas de mí? Soy Sara.

Nos conocimos el año pasado, en la consulta del psiquiatra. Yo estaba tan perdida, tenía tanto miedo, vergüenza, dolor, todo junto, que te conté mi vida en cuanto me dijiste “Hola, ¿qué tal?”. Como si alguien que está esperando para que le vea el psiquiatra no tuviese ya bastante con lo suyo. Te conté que deseaba dormirme y no despertarme, o hacerlo dentro de un mes, de un año, de una era. En otro cuerpo, en otra galaxia. Yo con veintidós años y tú con sesenta y cinco. Podrías haberme dicho que tengo toda la vida por delante y que tú ya has perdido mucho de lo que te dio. Pero no me lo dijiste. Me aceptabas. Me entendías. Escuchas y miras de una forma que hace sentirse bien. Me diste el teléfono de tu psicólogo. Y un abrazo. Los dos nos sujetábamos la tristeza como un pecado. “Perdona”, me dijiste, “Un hombre ¡y con la lágrima tan fácil! Pensarás que soy una viejo chocho”. “Perdona tú”, respondí, “dirás que tenía que estar cuidando mi hijo en lugar de estar aquí, en el loquero, dando pena a un desconocido”.

No tener ganas de vivir. Eso se le puede contar a poca gente, parece que les suben hormigas por las piernas al escucharlo. No saben qué decirte. Y, si creen que lo saben, es peor: te lanzan como piedras esos “anímate”, “la vida es muy bonita”, “piensa en los que están pasándolo peor que tú”, “sé fuerte”…que te hacen sentir raro, egoísta, cobarde, caprichoso. Culpable. La culpa de no aceptar el único regalo de verdad: la vida. De no saber por qué. Gracias a ti encontré un psicólogo, una luz para salir de esa cueva. Y entonces ir entendiendo que no es debilidad, pereza, ni capricho. Que hay motivos. Que hemos perdido mucho. Que tenemos heridas. Y, si hay motivos, los aceptemos o no, los entiendan o no los demás, hay un modo de salir de la cueva. Una esperanza.

Cosas que hemos perdido. Que nos dejaron vacíos. Tú, tu trabajo y tu salud. Yo tuve que dejar la Universidad de Enfermería con veinte años, porque me quedé embarazada. Sentí que había perdido mi futuro. Y mi presente; divertirme, salir, estudiar, trabajar, viajar, como hacían otros jóvenes. Perdí el control de mi vida. Las cosas me ocurrían, encadenadas, como si yo no tuviera poder para decidirlas, para evitarlas, para hacer que ocurrieran. El padre de mi hijo y yo no resultamos como pareja; una nueva herida, perder su amor. Al menos tenía a mis padres, que me han ayudado en todo, que se ocupaban del niño esos largos días en los que yo no dejaba de llorar y solo tenía fuerzas para desear desaparecer y pensar en cómo hacerlo. Pero la cruz era mi padre recordándome lo mal que había hecho las cosas, y mi madre suspirando que las dos teníamos muy mala suerte en la vida y que, contra eso, no hay remedio.

Y, ¿sabes lo peor?: Que perdí el amor que me tenía a mí misma. Me daba vergüenza estar con otras personas, hablar, pedir, discutir, opinar. Me alejé de mis amigos. Cualquiera era más listo que yo, que tenía una vida a la deriva. Cualquiera era mejor persona que yo, que deseaba salir a bailar en lugar de tener que criar a un hijo. Cualquiera tenía derecho a ser feliz, menos yo, que no había sido capaz de mantener el amor de mi pareja. ¿Hay mejor forma de atraer la mala suerte que pensar que uno se la merece y que no tiene poder para construirse una buena? ¿Cómo vas a hacer un esfuerzo tan grande por alguien a quien no quieres lo suficiente?

No te estoy recordando todo esto para hacerme la víctima, otra vez, sino para contarte que fui a tu psicólogo, y que me ha ayudado a comprender quién tiene el control de mi vida: nos son mis padres, ni mi ex, ni mi pequeño, ni la universidad. Ni siquiera la mala suerte, si es que existe algo así. Solo yo tengo el control de mi vida. No lo he perdido, me faltaba desearlo, porque para querer hay que convencerse de que se puede y de que se merece, no porque te lo diga un meme en el wassap, sino porque alguien te ayuda a saber cómo, y comienzas a dar pasitos y ves que avanzas. Aunque a menudo avances dos y retrocedas uno. ¿Qué tal llevas tú ese camino? No sé si, como a mí, hay momentos en los que deseas volver a la cueva y lamerte las heridas en el consuelo de su oscuridad. Pero ahora trabajo todos los días por conocerme mejor, por quererme y perdonarme, por darme permiso para equivocarme, por buscar  cosas que me den alegría, por admitir que tengo el futuro por delante. Estoy haciendo un curso de auxiliar de clínica por internet, salgo en bici con mi niño en la sillita, me he apuntado a un club de lectura. Controlo la dirección de mi vida. Y eso me hace desear vivir de nuevo, para saber (y decidir) qué hay más adelante.