Por todas las cosas que perdimos

tristeza
Rate this post

Autora: Loren Fernandez

Buenos días, Sara.

Claro que me acuerdo de ti. Nos conocimos en la consulta del psiquiatra, en un momento muy frágil para los dos, y me alegro: parece que nos vino bien. A ti, si te hablé de mi psicólogo y has encontrado en él quien te guiara para salir de tu cueva. A mí, porque echo de menos ayudar a otros, y me hincho como un pavo con lo que dices sobre mi manera de comprender y de apoyar. Ese era mi oficio, me dediqué durante cuarenta años al trabajo social, hasta que mi cuerpo dejó de tener la misma energía que mi carácter.

Tardé en aceptarlo. Hace cinco años me diagnosticaron una artritis reumatoide, degenerativa. Me sonaba a enfermedad de viejo, y yo no lo era. Así que no estaba dispuesto a dejar que me anulara. La realidad es que no podía andar doscientos metros sin sentirme reventado, ni pegar ojo a causa de los dolores, pero hice lo imposible por recuperarme y por seguir mi vida como si tal cosa. Todo fue inútil. Mi enfermedad se aceleró y dos años después tuve que pedir la invalidez.

Inválido y con una enfermedad de viejo, apartado del trabajo que había sido toda mi vida.  Intenté no hundirme, aprovechar para cuidar mi salud y descansar, porque mi trabajo había sido muy estresante. Pero, como en aquella novela en donde la nada va devorando poco a poco el reino, el vacío iba creciendo y devorando mi pasión por la vida. Antes me levantaba pensando en cómo motivar a algún grupo de adolescentes conflictivos entrenándoles para correr, comía discutiendo con el concejal las subvenciones para los campamentos de los niños sin recursos, me acostaba maquinando el nuevo proyecto sobre tolerancia en los institutos; todo lo que me movía y me hacía sentir vivo, útil, vibrante, había desaparecido. ¿Para qué servía levantarme ahora, si con eso no ayudaba a nadie ni me iban a echar en falta en ningún sitio?

Volvía a menudo a mi antiguo trabajo, para ver a los chicos y meter las narices en las dinámicas que llevaban mis compañeros. No podía evitarlo, aunque eso no les hacía bien ni a ellos ni a mí que, de vuelta a casa, sentía crecer el vacío. Incluso me culpaba por no estarles ayudando y, como realmente no podía hacerlo, me culpaba por estar enfermo. Algo habría hecho mal. Que el médico afirmara que mi enfermedad era genética no me convencía. Ni resultaba un consuelo, porque significaba que tampoco iba a mejorar ni volvería a tener el desahogo del deporte. Así que me hice adicto a la Teletienda, las apuestas, y a la bollería industrial.

Sí, sí, ahora me río, igual que te estarás riendo tú, imaginándome con mi chandall high tech comprando batamantas desde el sofá. Pero fue duro verme así, rellenando los huecos de mi vida con tristes adicciones. Me envenenaba, porque sentía rabia, y no solo contra mí, sino contra los médicos, incapaces de curarme; contra mis compañeros, porque consiguieron llevar adelante todos mis proyectos sin mí; contra tanta gente a la que había ayudado y que parecía no recordar ni mi nombre.

Sara, eres tan joven que tal vez no sepas que la vida es un cambio tras otro, y que esos cambios suponen muchas veces pérdidas. Espéralas sin miedo. Casi siempre perdemos algo para crecer y poder pasar a la siguiente etapa, aunque a veces no lo entendamos. O no lo aceptemos. El duelo por la pérdida es humano, inevitable, necesario. Yo sentí un vacío parecido a éste cuando murió mi madre. Tenía solo quince años, mi mundo tal como era hasta entonces se desmoronó y me resistía a aceptarlo.

Por qué a ella. Por qué a mí. Entonces, para convertir ese dolor en algo útil, decidí ocuparme en un trabajo que ayudase a los demás. Pero ahora, aunque soy un hombre luchador, este nuevo duelo se iba alargando más de lo normal. Era incapaz de llenar ese vacío con nada; o de desear hacerlo. Comprendí que no era capaz de superarlo solo. De superarlo como yo entiendo que hay que superar las cosas: sin convertirme en un comprador compulsivo o en un amargado. Por eso fui a terapia.

Tozudo, pero no cobarde, después de mucho resistirme mi psicólogo me ayudó a comprender que nunca volvería a trabajar en Servicios Sociales ni a correr una maratón. Lo acepté de verdad, no solo para que pensase que soy un tipo listo. Hasta ese momento parecía como si no aceptar mantuviese la esperanza de recuperar lo perdido. Pero solo mantenía el sufrimiento. En terapia también terminé por reconocer que mi trabajo había tenido muchas satisfacciones, pero también muchos momentos duros, frustraciones, enfrentamientos, ansiedad. Que podía buscar otras formas de colaborar con la sociedad y de relacionarme, simplemente por el placer de hacerlo, sin la presión ni la responsabilidad de antes.

Ahora colaboro por internet con varias ONG. También he hecho amigos así y, entre nosotros, alguna amiga que tampoco corre maratones, pero me hace sentir como si volviera a ser un adolescente. Un adolescente dolorido y reumático, pero ilusionado.

Un día tenemos que volver a vernos y hablar de todo esto, como cerrando una etapa. Un funeral por todas las cosas que perdimos y una fiesta de Año Nuevo por todas las que están llegando.