Una pareja como las demás
Autora: Loren Fernandez
Ilustraciones: Alicia Pérez
Cada mañana a las siete en punto, cuando suena el despertador, Raúl y Rosa se desperezan y se levantan en silencio. Procuran no estorbarse en la ducha ni quemar el uno las tostadas del otro. Algunas mañanas, en la oscuridad del amanecer, Rosa llega a echar de menos aquellas discusiones, cuando cada uno se enteró de que el otro tenía un amante. Por lo menos, aquella rabia parecía una lucha por mantener algo entre los dos, una necesidad de hablar, una esperanza de comunicarse. O de intentarlo.
Raúl, en cambio, cree que no discutir significa que las cosas van bien. Él dejó a su amante, después de todo nunca la quiso como a Rosa, solo buscaba el sexo que no tenía en casa y llamar la atención de su mujer. Quiere creer que Rosa ha hecho lo mismo. No ha vuelto a preguntárselo, solo saca el tema si Rosa se enfada porque él no llega a casa a tiempo de ocuparse de los chicos; usa el reproche como un arma, no como una pregunta o un reconocer y averiguar si algo no funciona. Por eso la idea de ir a terapia no le gustó. Piensa que la gente da demasiadas vueltas a las cosas, que la vida es como es, que ninguna pareja es perfecta y que nadie puede cambiar. Ir a terapia individual ha sido una tarea cansada e inútil para él, a la que solo se ha prestado porque Rosa no estaba dispuesta a continuar en la misma situación. Y ¿qué situación es esa? Son una pareja como las demás. A su alrededor, casi todas funcionan así. La rutina lleva al aburrimiento en la cama, a que no tengan mucho de qué hablar porque se lo han dicho todo en veinte años juntos, a salir poco porque la comodidad atrapa. Es culpa de la edad y de la costumbre. Y la rutina le da a Raúl, si no alegría, una seguridad que para muchos es la única felicidad real, posible. Los dos cumplen con los hijos, la economía, la casa. El sale una vez al mes con los compañeros de fútbol; cuando ella quiere salir, tampoco le pone pegas. Y le ha perdonado su infidelidad ¿Qué más quiere Rosa? Después de la terapia de pareja, les aconsejaron ir a terapia individual. Entonces Raúl ya no se sintió molesto, sino amenazado. Cuestionar su vida junto a los que más quiere. Su seguridad y su rutina. Pero no tuvo más remedio. Hoy será la quinta sesión y su inseguridad ha crecido.
-¿Nos vemos luego en terapia? –se despide al salir de casa, con un beso en la mejilla. Siempre la lejana esperanza de que ella diga que no.
-Allí nos vemos, Raúl –responde Rosa, con una vaga sonrisa.
La quinta sesión. Durante todo el día Rosa piensa en lo que va a ocurrir de ocho a nueve de la tarde. En si está segura de estar segura. También piensa en otras cosas, claro: si los chicos se habrán llevado la comida al instituto, si dejó el dinero para la asistenta, si le aceptarán en la junta el nuevo proyecto en el que tanto ha trabajado. En que no va a salir a comer con Roberto, su amante. Quiere pensar. Escucharse. Sentirse. Sin interferencias. A solas con sus propios miedos. Lo que decida, hacerlo por y para sí misma.
Durante un tiempo Roberto parecía la solución. Continuar su vida rutinaria con un marido que salvara la seguridad de sus hijos. Disfrutar una vida secreta con Roberto en la que sentirse mujer deseada, amiga escuchada, hasta niña con derecho a reír sin preocupaciones. Pero la carga del miedo y de la culpa por su infidelidad fue un nuevo peso. Y enamorarse de Roberto, y pensar que otra vida era posible, abrió una brecha aún más grande.
Cuando empezó la terapia no buscaba ahondar la brecha, sino curarla. Que su psicóloga le dijera cómo soportar esos días tristes e iguales, el que sus hijos hubiesen crecido y su vida se limitara ya al trabajo y a un marido con quien no tenía sexo, comunicación, aficiones en común, ni risas. Aún no tenía cuarenta años, la idea de que el resto de su vida fuese siempre igual le angustiaba. Fue a terapia precisamente para aprender a soportar esa angustia. Recordaba muy bien su tristeza de niña, cuando sus propios padres se separaron; sufrir que cada uno de ellos la utilizara para atacar al otro; tardes sola en casa de uno o del otro, como una especie de nómada despistada; nuevas parejas de su padre o de su madre a las que detestaba. No quería eso para sus hijos.
Hoy Rosa irá a casa por la tarde, con la excusa de recoger a su hija de kárate y a su hijo de natación y de decirles qué hacerse de cena, por si Raúl y ella regresan tarde de terapia. En realidad, necesita volver a verles. Esa noche puede que haya cambiado todo, quiere verles tal como son aún, antes de que caiga sobre ellos la noticia de que no serán ya la misma familia de siempre. Mientras les lleva de acá para allá, entre el tráfico, la lluvia y las prisas, recuerda todo lo que ha trabajado estos meses contra la idea de que va a hacerles daño. Intentar perder el miedo. Darse el derecho a su propia vida. Aunque su pareja se rompa, sus hijos seguirán siendo sus hijos. El domingo tal vez podrían ir los tres a la sierra, a Raúl no le gustaba salir los fines de semana. Sus hijos podrían descubrir a su madre de verdad. Y ella disfrutarles más. Si fuese más feliz, no tendría esa cara de perros regañando al chico porque ha entrado en el coche con las botas embarradas, y aguantaría con más paciencia esos cambios de humor y esas camisetas con el ombligo al aire invernal de su hija.
Rosa también tuvo esos terribles catorce años. Fue entonces cuando conoció a su mejor amiga, Carmen. Por asociación de ideas, recuerda ahora lo mal que lo pasaba Carmen: sus padres discutían y se herían constantemente. Eran una de esas parejas como las demás, que se aguantan por obligación y por no hacer sufrir a sus hijos; los padres de Carmen nunca se atrevieron a divorciarse, siguen hiriéndose día a día y haciéndola sufrir veinticinco años después. Rosa mira por el retrovisor y sonríe, viendo las siluetas frágiles de sus hijos entrar en casa y recordando aquellas niñas que fueron Carmen y ella. El miedo se va deshilachando, como el agua que retiran pausadamente los limpiaparabrisas, hasta permitirle ver con claridad cómo el semáforo se pone en verde. Ya son las ocho menos cuarto.
Raúl mira de nuevo el reloj. Son casi las ocho, no quiere llegar tarde y que el psicólogo piense que lo hace a propósito. A Raúl no le gusta hablar, expresar lo que siente, ahondar en problemas que, hasta el momento de encararlos, para él no parecían existir. Pero nunca ha huido: sabe estar en un lugar. Ha sido un martirio para él ir a terapia de pareja, pero ha cumplido y, al final, ya lo decía él, siguen como al principio o peor.
¿Realmente peor? Contra su voluntad, admite que algún paso han dado. El no va a cambiar. Pero ahora reconoce que Rosa no es feliz y que no va a serlo con él. Contra su voluntad, durante esta semana se ha ido abriendo paso en su mente la idea de que tal vez, él tampoco se sentía feliz. Y de que hay otras vidas posibles. Se le hincha la vena de la frente cuando piensa en lo que puede venírsele encima apenas dentro de una hora. Pero, después de una época muy difícil, él también podría ser más feliz. De hecho se ha pasado la mañana haciendo cuentas. De cuánto pierde y cuanto gana. El es muy práctico, pero no ha hecho balance solo acerca de las cuentas del banco y los inmuebles, y los hijos, y los recuerdos. También hay un saldo de horas vacías, de desconfianzas, de soledad acompañada, de cuerdas que hace años dejaron de ser maromas con las que ayudarse a tirar en la misma dirección, para convertirse en ataduras.
Rosa está en la puerta de la consulta, cerrando su paraguas. En dos zancadas, Raúl se pone a su lado. Se miran un instante. Ella no dice nada, porque tiene un nudo en la garganta. Él le pone la mano alrededor de los hombros y la empuja levemente.
-Vamos.